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Uyuni, epílogo y marcha atrás.

Recuerdos de Bolivia- 7ª parte

El salar de Uyuni, con una superficie de 10.582 Km2. de extensión, a una altura de 3.653 msnm, es el desierto de sal más grande del mundo y está situado en pleno corazón del Altiplano de Bolivia, cerquita de la frontera con el vecino Chile, con el que los bolivianos también tienen cierto rencor histórico porque perdieron, frente a ellos, su único acceso al mar en la Guerra del Pacífico.

El salar no es otra cosa que los restos morales de Michín, un enorme lago prehistórico que al secarse, dejó como resultado este precioso paisaje, además de otro pequeño desierto salino, el Coipasa, y los pequeños lagos de Poopó y Uru Uru. Actualmente el salar es uno de esos enclaves a visitar por cualquier alma nómada con vocación de trotamundos; y, a nivel económico, una de las mayores reservas de Litio del mundo junto al desierto de Atacama, en Chile, y Hombre Muerto, en Argentina.

Enero no es un buen momento para visitar el salar porque, tal y como nos ocurrió a nosotros, suele estar inundado por algunas zonas y solo algunos vehículos especiales llegan a la zona conocida como Incahuasi o “isla del pescado”, un montículo cubierto de cactus, única señal de vida en kilómetros. Hay que ser raudo y veloz para comprar el tour, de dos, tres o cuatro días, con la compañía que tenga unos vehículos a prueba de época de lluvias. A nivel precio todos los tours valen más o menos lo mismo (3 días, cerca de 100$ con excursiones, alojamiento y comida), con pequeñas variaciones en el itinerario.
Raudos y veloces no fuimos exactamente, de hecho podemos estar agradecidos de que, al menos, a última hora, encontráramos dos plazas libres en una furgoneta con una de las compañías. Esto fue lo que no vimos:

El punto de partida de nuestro viaje fue el pueblo de Uyuni, donde pernoctamos a nuestra llegada desde Potosí. Era obvio que el lugar vivía del turismo, con un sinfín de hippys andando por sus calles, mercadillos y un montón de agencias dedicadas a organizar tours, y restaurantes de comida italiana, o mexicana. La nacionalidad predominante por allí entre los turistas era la argentina, con su inconfundible acento, que a más de una vuelve loca, oyendose por doquier.
La furgoneta partió temprano en la mañana. Si no me equivoco, eran las 10.00 am. La primera parada fue el cementerio de trenes, un descampado con un montón de viejas y oxidadas locomoras en el medio de la nada. Es un lugar pintoresco para sacarse fotos, si no se tiene en cuenta que el metal ardía por el calor, y que, como siempre, muchos gracios se habían dedicado a grafitear y las máquinas estaban plagadas de Fulanito ama a Meganita, o Juan y Pepa de España, mayo del 2005. Qué obsesión la de los humanos por dejar huella. Pero en general, era un lugar-sin-más, de estos que ni frío ni calor, aunque sería un buen escenario para llevar al personaje de Sheldon en The Big Ban Theory.

La siguiente parada fue Colchani, a 22 kilómetros de Uyuni-pueblo, y a orillas del salar. Tenía su encanto, pero no dejaba de ser un lugar más para intentar vender souvenirs al incauto turista. Las casas y tiendas eran de adobe y bloques de sal, con techos de paja, y se vendían un montón de figurillas echas con sal y los típicos guantes de alpaca y gorros peruanos. Me compré uno blanco precioso, con sus dos trencitas a los lados, que perdí en una lluviosa tarde de Madrid. Como siempre en Sudamérica, antes de pagar, hay que regatear, porque siempre te piden el doble de lo que vale al principio.

Por fin, después de colchani, entramos al salar. La luz reflejaba en la inmensa llanura blanca, como un mar de nieve, y se hacía necesario ponerse unas gafas oscuras para no dañarse la vista. Era como estar en otro mundo, una sensación parecida a cuando una va con el coche en medio de los volcanes de Timanfaya, y se olvida de todo, y se queda extasiada con el paisaje. El 4×4 se adentraba en zonas inundadas, y luego en otras más secas donde pudimos bajarnos, caminar descalzos y sentir la sal que picaba en nuestros pies, o sacarnos fotos con los montículos de sal que se reflejaban en la superficie húmeda del desierto níveo. Los argentinos que iban con nosotros se subieron al techo del 4×4, mientras yo preferí quedarme cómodamente adentro, pero con la ventana abierta de par en par, disfrutando como una enana.

La parada para el almuerzo tuvo lugar en el hotel de sal, que, como su propio nombre indica, está construído a base de sal; todo, absolutamente todo, mesas, sillas, camas… En su día cumplió la función de hotel aunque ahora es sólo un museo y una parada para repostar en todos los tours por el salar.

La siguiente parada normalmente es la isla del pescado, y, en los tours de un sólo día, el regreso a casa, pero a nosotros nos tocó ir a un pueblo donde situado donde Cristo perdió la chancla, a un hostalito humilde sin agua para ducharse. Hubiera agradecido un poco de agua potable con la sal aún en mis pies, mezclado con el sudor y el olor de los calcetines; pero era de agradecer que al menos hubiera un hilo de agua para lavarse los dientes.

La estancia en el pueblito me gustó. No había nada. Nada de nada. Solo silencio. Y casas desconchadas con cristales rotos. Y una pequeña iglesia cerrada, con el techo lleno de nidos de paloma. Me acuerdo que me tiré un buen rato caminando sola, sacando fotos a los detalles. Por la noche nos reunimos frente a una mesa de madera a comer, no recuerdo qué, con los argentinos. Barajamos la posibilidad de ver un documental sobre El Boni, un presidente boliviano, pero la tele no funcionaba. Cansados y sudorosos, nos fuimos a dormir temprano.

A la mañana siguiente había que madrugar. Hubiera sido genial visitar San Pedro de Quémez, tal y como me habían recomendado, pero no fue posible. San Pedro es una población ubicada casi a las puertas del desierto de Lipez, desde donde pueden verse los volcanes Iruputuncu y Ollague, las grutas de Cueva Galaxia caracterizadas por sus esculturas naturales de roca y sitos arqueológicos precolombinos donde pueden apreciarse los ritos funerarios de los antiguos habitantes de esta región de Los Andes. Vamos, un placer para todos los historiadores.

montañas colores uyuni

Nosotros tomamos rumbo hacia el desierto de Siloli. Tengo que admitir que siento predilección por los lugares áridos, calientes, donde la vida es escasa. Este en concreto era precioso, con rocas esculpidas a fuerza de viento y montañas de colores, y remolinos de arena y sal, y de nuevo, silencio, mucho silencio. Nos sentamos sobre unas rocas a comer ensalada con quinoa y continuamos nuestro viaje, visitando la Laguna Hedionda y la Laguna Colorada, que pertenecen a la Reserva de Fauna andina Eduardo Abaroa, y donde destaca la presencia de vicuñas, llamas y, sobre todo, un montón de flamencos. El color del agua, al parecer, es fruto de la condensación de sedimentos y del color de algunas algas. Era agua roja, roja como la sangre. Y además, olía mal.

Hicimos noche en una especie de hostal para mochileros, con un montón de habitaciones comunitarias y largos pasillos, en medio de la nada absoluta. Sólo había una pequeña tienda a la derecha nuestro sitio de hospedaje, una habitación pequeña y sin encalar, con una triste bombilla desnuda, y bebidas y galletas y poco más. Aquí había duchas, pero si no recuerdo mal, no funcionaban.

A la mañana siguiente, último día de nuestro viaje por Uyuni, nos levantamos antes de que saliera el sol y fuimos a ver los geíseres Sol de Mañana, que delataban la intensa actividad volcánica de aquel paraje. Olía a gas natural. Era impresionante ver las nubes de humo que se elevaban hacia el cielo, aún bajo la tenue luz de la luna.

A eso de las 6 de la mañana llegamos a unas aguas termales y allí vimos el amanecer. Los más valientes se enfundaron el bañador y se metieron en el agua; nosotros no, y eso que estábamos necesitados de un buen baño en agua dulce. Afuera hacia tanto frío que salía vaho por la boca al respirar, pero el agua estaba tan caliente que el contraste de temperatura hacia que saliese vapor. El problema es que la profundidad era más bien poca, solo cubría hasta las rodillas. De sólo pensarlo, brrrrr, qué frío. Con lo ‘a gustico’ que estaba yo dentro de mi polar.
Desayunamos un montón. Había cerca del lago una especie de parador con mucha comida: yogures, cereales, bizcochones, pasteles… Finalmente llegamos a la laguna verde, en la frontera misma con Chile, cerca de Argentina también, y a los pies del volcán Licancabur. Precioso. Juzguen ustedes mismos:

licancabur

Si tuviera que elegir un final para mi viaje, incluso para mi historia de amor, sería este. A partir de este momento todo fue un epílogo, una marcha atrás, un volver a La Paz en busca de mi mochila cuando hubiese deseado volver a Perú por Atacama (Chile), que estaba más cerca. Un montón de horas de guagua desandando lo andado. Un “Adiós mamita, que Dios me la bendiga.” a toda prisa, un comprar botes del milagroso Mentisán como souvenir, un tránsito rápido por la frontera de Desaguadero, un sello en la frontera, y otra vez Perú, otra vez el punto de partida, el mismo aeropuerto, el mismo avión. El mismo pensamiento: A lo mejor no vuelvo a verte nunca. No ser capaz de mirar atrás tras el adiós, por la certeza de que si se hace, no se tendría la capacidad de dar un solo paso más hacia adelante.

Por algún extraño motivo, llevaba más de un año intentando escribir esta historia, para no olvidarme de los detalles, pero no me venían los recuerdos a la cabeza, sólo algunos flashes desordenados. Supongo que algunas experiencias se cocinan a fuego lento.